Aún después de varios años, cierro los ojos y siento ese fresco recorrer mi cuerpo. Veo las estrellas más infinitas que jamás podía haber imaginado y el silencio me hace sentir en el paraíso.
Me encuentro en el desierto de Erg Chebbi, a los pies de Merzouga, en Marruecos, donde por una noche tendré cobijo. La haima (tienda bereber) que se convierte en mi hogar huele a tranquilidad. Es sencilla, muy sencilla. Un simple colchón que hará las veces de cama, con varias mantas y la cubierta de tela para que el frio de la noche no me pille por sorpresa.
Allí he sido conducida por camellos, esos animales que tanto fascinan desde niños y que, a pesar de habérnoslo repetidos hasta la saciedad, seguimos confundiendo con dromedarios.
Los camellos (el de dos jorobas) son más bastos y tienen el pelo bastante más largo que los dromedarios. Pueden resistir el calor del desierto y las ventiscas de nieve en las montañas. Son la riqueza de las tribus nómadas. Además de servir como medio de transporte, proporcionan leche, carne, grasa e incluso lana para confeccionar ropas y tiendas donde dormir. También se aprovecha el estiércol del camello, ya que al ser seco, es el único combustible que proporciona alimento al fuego en un desierto donde no hay leña.
En el desierto de Erg Chebbi la lluvia es muy breve y poco común y, aunque era noviembre, las temperaturas del día oscilaban los 30-35 grados. El sol penetraba en la piel. La excursión que contraté con (link) nos llevaba en coches 4×4 hasta la entrada al desierto. Allí había un alojamiento/hotel donde poder dejar nuestros equipajes y asearnos un poco antes de convertirnos en nómadas por un día. Sí, somos turistas y, por mucho que queramos, no estamos preparados para la dureza del desierto.
Tras una breve pausa, en una esquina del edificio ellos estaban esperándonos: esos ¿hermosos? camellos que os describía anteriormente. Y había que cambiar el chip. Los coches confortables a los que estamos acostumbrados y que nos llevan a cualquier parte e incluso nos habían acercado a la entrada a las dunas, se cambiaban por camellos.
A medida que íbamos adentrándonos en las dunas y veías desaparecer la ciudad, la unión entre el camello y tú se hacía más fuerte. Es tu única forma de llegar al destino, a tu hogar por una noche.
Sin embargo, el traqueteo del camello fue resultando menos confortable de lo que podía imaginar y ya empezaba a preguntarme: ¿cómo los nómadas del desierto pueden trasladarse así? El camello se va haciendo incómodo, pero ¿y andar por las dunas de arena? ¡Eso sí que no es nada gratificante! Sin embargo, había algo que hacía dejar volar mi relajación: los paisajes. La caída del sol, rodeada de arena por todos lados. El sol, el desierto y yo.
La llegada al campamento base fue, en cierto modo, un alivio, porque sí, ya me podía bajar del camello. La noche prácticamente nos había invadido y en el firmamento empezaba a iluminarse las primeras estrellas.
Para los turistas (no auténticos nómadas) habían preparado una riquísima cena a base de productos bereberes, como shuá (carne de cordero), tayines (de diferentes tipos de carne) o tangia (una especie de chile con carne). La velada estaba amenizada con música y danzas tradicionales.
Los bereberes son un conjunto de etnias del norte de África que comparten prácticas culturales, políticas y económicas muy similares. Tienen su propia lengua, tamazight, que es una rama de las lenguas afroasiáticas. Y aunque es una lengua esencialmente de tradición oral, actualmente se calcula que, en Marruecos, hay alrededor de 6 millones de bereber parlantes. El otro gran grupo de bereber parlantes, en torno a 3 millones, se ubica geográficamente en el área de Argelia.
Tras la cena y los bailes llegó el momento de ir a dormir. En la tienda, mientras cantábamos y bebíamos no nos habíamos dado cuenta, pero al desplazarnos hacía la haima fuimos conscientes de que había caído el frío en el desierto. Era el momento de cobijarnos y rodearnos de las mantas de pelo de camello que estaban encima de los colchones. Pero antes no podía dejar pasar esta oportunidad: sentarme sobre las dunas y contemplar el paisaje – algo que me gusta hacer mucho.
Allí encontré ese momento que aún hoy muchos días viene a mi cabeza y casi no tengo palabras para describir. ¿Quizás a los nómadas del desierto de Merzouga les gusta ser nómadas por esa belleza que se encuentra en la noche?, me pregunté.
La noche fue corta, ya que el amanecer nos esperaba con ansia para seguir mostrándonos la belleza que el desierto puede ofrecer al despertarse. Los primeros rayos de sol que se reflejan sobre la arena no te serán indiferentes. Acompañados por el guía, fuimos llevados a una duna elevada para captar el momento con mayor esplendor. Algunas de estas dunas alcanzan una altura de hasta 150 metros en algunos puntos. ¡Unas vistas alucinantes!
Me hubiera quedado allí unos días, aprender un poco más sobre los nómadas, cómo se orientan en el desierto, cómo organizan la comida y bebida y así un largo etcétera de preguntas que tendría para hacerles. Pero, por otro lado, quería seguir descubriendo más rincones de Marruecos. Volví a mi camello que me esperaba e inicié mi ruta de vuelta a Merzouga.
Este camino de vuelta lo hacía aún con mucha más admiración por el paisaje y la cultura. Una extraña mezcla de nostalgia y tristeza por lo que dejaba atrás me invadía, mientras que, al mismo tiempo, la ilusión de haber conocido el desierto y haberme sentido bereber por un día me llenaba de satisfacción. ¡Qué de bellos rincones hay por el planeta!
A la llegada al edificio dónde teníamos los equipajes tuve que despedirme de “mi” camello. ¡Ui! Si ahora no había sentido esas incomodidades del traqueteo del camino…. ¡vaya! Quizás lo de viajar en camello sólo sea cuestión de acostumbrarse con algunos viajecitos más.
Y después de mi experiencia, ¿de verdad que no quieres pasar una noche en el desierto?